La siguiente historia tiene lugar entre el año 1589 y el 1643 d.C. y narra el ascenso de una de las dinastías más importantes de Europa. Tras una sangrienta sucesión de Guerras de Religión que habían desangrado Francia durante casi cuatro décadas, Enrique, el rey de la Baja Navarra y pariente del monarca asesinado, ascendió a un trono que era más una idea que una realidad. En 1589, se convirtió así en Enrique IV de Francia, el primer rey de la dinastía Borbón, heredando un reino fracturado, en bancarrota y devastado por el fanatismo religioso.
La peculiaridad, y el gran obstáculo para su reinado, es que este rey había sido durante años el campeón de los hugonotes (los calvinistas protestantes). Por ello, no era reconocido por la poderosa Liga Católica, ahora dirigida por Carlos de Guisa, Duque de Mayenne. Es decir, el tío era técnicamente rey por derecho de sangre, pero los católicos, que controlaban París y las ciudades más importantes, se negaban en rotundo a coronar a un «hereje».
¿Y a quién apoyaba la Liga? En un acto desesperado, proclamaron al anciano Cardenal Carlos de Borbón como Carlos X. Sin embargo, este «rey» de paja era prisionero del propio Enrique IV y acabó muriendo en cautiverio en 1590, dejando a la Liga sin un candidato claro. Fue entonces cuando intervino la potencia católica más grande de Europa: la España de Felipe II. El monarca español, que había financiado a la Liga durante años, se distanció de sus líderes para promover una candidatura aún más controvertida: la de su propia hija, Isabel Clara Eugenia, nieta por parte de madre de Enrique II de Francia. La idea de sentar en el trono a una mujer, y para colmo española, fue un insulto intolerable para el orgullo nacional francés. Los Estados Generales y el Parlamento de París, bastiones de la ley sálica que impedía gobernar a las mujeres, respondieron con un rotundo: NO, GRACIAS.
En resumen, la 8ª y última guerra de religión todavía no había acabado. De hecho, este conflicto se prolongaría durante casi la mitad del reinado de Enrique IV. Entonces… ¿Qué haría Enrique? ¿Cómo podría unificar un país que prefería destruirse a sí mismo antes que aceptar a un rey protestante? Ahora mismo lo vamos a ver.
El Fin de las Guerras de Religión: La Lucha de un Solo Enrique
Aunque la contienda se conocía como la «Guerra de los Tres Enriques», para 1589 solo uno quedaba vivo, pero eso no detuvo el conflicto. Los primeros años de su reinado fueron una lucha incesante por la supervivencia y el control efectivo del reino. Enrique IV demostró ser un genio militar y un líder carismático, capaz de inspirar a sus tropas en las peores circunstancias.
De 1589 destaca la batalla de Arques, donde con un ejército muy inferior en número logró una victoria decisiva contra el Duque de Mayenne. Luego, en 1590, llegó la Batalla de Ivry, una victoria aún más aplastante contra las fuerzas de la Liga y sus aliados españoles. La leyenda cuenta que, antes de la carga, Enrique arengó a sus hombres señalando su casco: «¡Compañeros! Si perdéis vuestros estandartes, seguid mi penacho blanco. ¡Siempre lo encontraréis en el camino del honor y la victoria!». Aquel penacho se convirtió en su emblema.
A pesar de sus victorias en el campo de batalla, la capital, París, se le resistía. Hubo cuatro años más de luchas encarnizadas, asedios y escaramuzas. Enrique sabía que podía ganar todas las batallas que quisiera, pero nunca sería verdaderamente rey sin el control de París. Fue entonces cuando, demostrando un pragmatismo político extraordinario, ocurrió un giro inesperado de los acontecimientos.
«París bien vale una misa»: La Conversión que Pacificó un Reino
Enrique IV comprendió que Francia no aceptaría un rey protestante. Necesitaba todos los apoyos posibles y una estrategia que fuera más allá de la espada. Por ello, para ganar la guerra de corazones y mentes y poder entrar por fin en su capital, se convirtió oficialmente al catolicismo el 25 de julio de 1593 en la basílica de Saint-Denis. Poco después, supuestamente pronunció su inmortal y cínica frase: “París bien vale una misa”. Con este gesto, las puertas de la ciudad se abrieron de par en par. La Sorbona le reconoció oficialmente como rey de Francia y el pueblo parisino, agotado por la guerra, le recibió con alivio.
Gracias a esta conversión, pudo firmar una tregua con una Liga Católica ya desgastada y sin un propósito claro. También se apresuró a calmar a sus antiguos correligionarios, los hugonotes, prometiéndoles que sus derechos y su seguridad serían respetados. Parecía que, por fin, la paz estaba al alcance, pero el conflicto tenía una última brasa que avivar.
Los españoles de Felipe II, convencidos de que la abjuración de Enrique era una farsa, seguían queriendo imponer a su candidata. Así, entre 1595 y 1598, Francia y España estuvieron oficialmente en guerra. Los españoles tuvieron una serie de victorias iniciales, tomando plazas fuertes como Calais y Amiens, mientras los protestantes, que se sentían traicionados por la conversión del rey, la empezaron a liar por todo el sur. A esto se sumó la conocida como Revuelta de los Crocantes, violentos levantamientos campesinos provocados por la insoportable carga de impuestos para financiar la guerra.
Por suerte para Enrique, su genio militar no le había abandonado. Sus tropas recuperaron Amiens tras un largo y costoso asedio en septiembre de 1597. Con España al borde de la bancarrota y Francia exhausta, ambos monarcas decidieron que era hora de hablar, firmando la Paz de Vervins al año siguiente.
El Edicto de Nantes: Un Respiro para Francia
Para cerrar definitivamente las heridas internas, ese mismo año de 1598, el rey promulgó el documento más importante de su reinado: el crucial Edicto de Nantes. Este acuerdo, extraordinariamente avanzado para su época, no establecía una igualdad total, pero sí una coexistencia viable. ¿Y qué se acordó?
- Se autorizó la libertad de conciencia en todo el reino y la libertad de culto en una serie de localidades específicas para los hugonotes.
- Se les garantizaba el acceso a todos los cargos públicos, universidades y hospitales, prohibiendo la discriminación por motivos religiosos.
- Se les concedían plazas fuertes (como La Rochelle o Montauban) controladas por guarniciones protestantes como garantía de su seguridad.
- Podrían enterrar a sus fallecidos en cementerios propios.
- El catolicismo, no obstante, seguía siendo la religión oficial del Estado y debía ser restablecido en todo el reino.
Puede que esto no contentara plenamente a los más fanáticos de ambos bandos, pero Francia estaba completamente agotada tras casi 40 años de matanzas. El Edicto de Nantes, hijo del cansancio y del pragmatismo, puso fin de forma definitiva a las sangrientas Guerras de Religión.
El Reinado de Enrique IV: Paz, Prosperidad y «Pollos en la Olla»
Ahora que hemos acabado por fin con las guerras, vamos a centrarnos en la figura de Enrique IV de Francia y III de Baja Navarra (con su coronación, Baja Navarra fue absorbida definitivamente por el Reino de Francia).
Para muchos franceses, Enrique IV, apodado «el Buen Rey Enrique», fue uno de los mejores monarcas que tuvo el país. Su principal objetivo fue la reconstrucción material y moral de la nación. Se le atribuye la famosa frase: “Un pollo en las ollas de todos los campesinos, todos los domingos”, que, aunque probablemente apócrifa, refleja perfectamente su genuina preocupación por que a nadie le faltase alimento tras décadas de hambruna.
La Consolidación del Poder Real
Para restaurar la autoridad de la corona, que había quedado por los suelos, Enrique IV tomó medidas drásticas para centralizar el gobierno, sentando las bases del absolutismo que perfeccionarían su hijo y su nieto:
- Eliminó el cargo de primer ministro, gobernando personalmente con un consejo de ministros reducido y leal.
- Dejó de convocar los Estados Generales, la asamblea representativa que podía limitar el poder real.
- Sometió a los parlamentos provinciales, obligándoles a registrar sus edictos sin demora.
- Controló de forma férrea el acceso a los puestos de la corte y de la administración, acabando con el poder de las grandes familias nobles que habían desafiado a la corona.
Los parlamentos, que eran tribunales de justicia con competencias administrativas, habían ganado un poder inmenso durante las guerras, llegando a actuar como contrapoderes regionales. Enrique IV se aseguró de que volvieran a su función original, dejando claro que solo había una fuente de ley: el rey.
Matrimonio, Descendencia y Política Exterior
Como ya conté, Enrique IV estaba casado con Margarita de Valois (la reina Margot), un matrimonio político que fue un desastre desde el principio. Sin hijos y con una relación inexistente, consiguieron la anulación. Así, en el año 1600, se casó con María de Médici, una rica heredera de la familia de banqueros florentinos.
Con ella tuvo seis hijos, asegurando la continuidad de la dinastía y tejiendo alianzas a través de sus matrimonios:
- El futuro rey Luis XIII.
- Isabel de Francia, que se casaría con el rey Felipe IV de España, sellando la paz con el antiguo enemigo.
- Enriqueta María, que acabó casada con Carlos I de Inglaterra, una unión que tendría importantes consecuencias en la historia británica.
En el plano internacional, tras la paz con España, su reinado fue relativamente tranquilo. Entre 1600 y 1601, tuvo una breve guerra con el Ducado de Saboya por el marquesado de Saluzzo. El conflicto se resolvió con el Tratado de Lyon, que reajustó las fronteras alpinas a favor de Francia. Fue en estos años cuando también se creó el primer Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia.
La Aventura en el Nuevo Mundo: El Nacimiento de Nueva Francia
Fue durante el pacífico y reconstructor reinado de Enrique IV cuando Francia pudo por fin mirar más allá de sus fronteras y fundar las primeras colonias permanentes en Canadá, la llamada Nueva Francia. Inicialmente, los marineros franceses estaban interesados en las ricas pesquerías de Terranova y la lucrativa caza de ballenas, pero pronto descubrieron un tesoro aún mayor: el comercio de pieles.
Samuel de Champlain: El Padre de Nueva Francia
Un personaje clave de esta época, un auténtico hombre del Renacimiento, fue Samuel de Champlain. Navegante, explorador, cartógrafo y diplomático, fue él quien fundó la Ciudad de Quebec en 1608, en un acantilado estratégico sobre el río San Lorenzo. Champlain comprendió que la supervivencia y la prosperidad de la colonia dependían de las buenas relaciones con los pueblos indígenas. Forjó alianzas cruciales con las tribus de los hurones, los montagnais y los algonquinos, sumergiéndose en sus redes comerciales y también en sus conflictos, especialmente contra sus poderosos enemigos, la confederación de los iroqueses. Esta alianza, aunque vital para los franceses, daría comienzo a un largo y sangriento periodo de hostilidad con las naciones iroquesas.
Continuó sus exploraciones incansablemente, denominando a la zona de la antigua Hochelaga como Montreal (Mont Royal) y adentrándose por el río Ottawa hasta la región de los Grandes Lagos, siempre con la esperanza de encontrar el mítico paso del Noroeste hacia China.
Ya en la época de Richelieu, se fundó la Compañía de la Nueva Francia en 1627 para monopolizar el comercio de pieles y gestionar la colonización. La expansión continuó lentamente con la fundación de Trois-Rivières en 1634 y Ville-Marie de Montreal en 1642, este último un fuerte precario y aislado, constantemente asediado por los iroqueses en el conflicto que pasaría a la historia como las Guerras de los Castores.
Otras Colonias Francesas
- El Caribe: A partir de 1625, bucaneros y colonos franceses se asentaron en la pequeña Isla de la Tortuga, desde donde dieron el salto a la parte occidental de La Española, dando origen a la que sería la colonia más rica de Francia, Saint-Domingue (actual Haití).
- Sudamérica: La Guayana Francesa fue colonizada de forma intermitente, fundando el asentamiento de Cayena en 1643, aunque tuvo que hacer frente a los ataques indígenas y a la competencia de los neerlandeses.
- Asia: El interés por Oriente no cesó. La expedición de François Martin de Vitré llegó a Sumatra en 1602, y Pierre-Olivier Malherbe se convirtió en el primer explorador francés en dar la vuelta al mundo, llegando hasta la India mogol y la China de la dinastía Ming.
Prosperidad Económica y Asesinato de un Rey Amado
La segunda parte del reinado de Enrique IV fueron años de una notable recuperación económica. Rodeado de ministros competentes como el austero y eficaz duque de Sully, hizo despegar la economía francesa:
- Puso orden en las finanzas del Estado, renegociando la deuda y persiguiendo la corrupción.
- Potenció la industria interna, creando manufacturas reales de tapices, seda y otros artículos de lujo para reducir la dependencia de las importaciones.
- Mejoró la agricultura e impulsó la construcción de infraestructuras vitales como carreteras, puentes y el Canal de Briare, que unía el Sena con el Loira.
- Embelleció París, transformando la capital con la construcción de la Gran Galería del Louvre y la creación de elegantes plazas como la Place Royale (hoy Place des Vosges) y la Place Dauphine.
A pesar de ser amado por su pueblo y de haber traído la paz, Enrique IV tuvo muchísimos enemigos acérrimos: nobles que resentían la pérdida de su poder, hugonotes que lo veían como un traidor y católicos fanáticos que nunca aceptaron su conversión. Se cuentan al menos 12 intentos de asesinato en sus 20 años de reinado.
Finalmente, el 14 de mayo de 1610, la suerte se le acabó. En una calle estrecha de París, su carruaje fue bloqueado por el tráfico. Un católico fanático llamado François Ravaillac aprovechó el momento, se subió al estribo y asestó varias puñaladas mortales al rey. ¿La razón? El rey planeaba intervenir en un conflicto sucesorio en el Sacro Imperio, apoyando a los príncipes protestantes contra los Habsburgo. Para un fanático como Ravaillac, esto era la prueba definitiva de que la conversión del rey era falsa. Y así, otro rey francés moría asesinado.
Luis XIII: La Sombra de una Madre y el Ascenso de un Cardenal
Con Enrique IV muerto, el trono fue a parar a su hijo Luis XIII el Justo, un niño de tan solo 9 años. Esto dio paso a la inevitable regencia de su madre, María de Médici. Esta etapa estuvo marcada por un giro de 180 grados en la política de Enrique IV: se buscó la paz con España y se abandonó a los antiguos aliados protestantes. La corte se llenó de favoritos italianos, destacando la nefasta influencia de Concino Concini y su esposa Leonora Dori, quienes acumularon una fortuna inmensa y un poder desmedido, generando el odio de la nobleza francesa.
Luis creció sintiéndose ignorado y despreciado por su madre, quien prefería a su hermano menor Gastón, duque de Orleans. Traumatizado por la violenta muerte de su padre, se convirtió en un joven nervioso, tímido, tartamudo y propenso a ataques de ira, al que solo le gustaba la caza y la música. Fue obligado a casarse con la infanta española Ana de Austria, un matrimonio que consideró otra humillación y que fue infeliz durante décadas.
Un Rey Toma las Riendas
En 1617, con 16 años, Luis XIII alcanzó la mayoría de edad y, harto de la tutela de su madre y la arrogancia de Concini, dio un violento golpe de estado con la ayuda de su favorito, el duque de Luynes. Ordenó el asesinato de Concini y exilió a su madre al Castillo de Blois. Con ella fue exiliado también uno de sus consejeros más prometedores, un tal obispo Richelieu.
Pero María de Médici no era mujer que se rindiera fácilmente. En 1619, escapó de su exilio y levantó un ejército de nobles descontentos contra su propio hijo. Luis la derrotó en la Batalla de Ponts-de-Cé. Sorprendentemente, en lugar de humillarla, aceptó la mediación de Richelieu. Madre e hijo hicieron las paces formalmente, y a ella se le permitió regresar a la corte.
En 1624, un hecho cambiaría la historia de Francia y de Europa: María de Médici, creyendo que podía controlarlo, convenció a Luis XIII de que nombrara a su antiguo consejero, ahora cardenal, para entrar en el Consejo Real. Pronto se convirtió en el primer ministro de facto. Su nombre era Armand Jean du Plessis, pero ha pasado a la historia como el Cardenal Richelieu.
La Era de Richelieu: La Razón de Estado
Richelieu era un genio político, un hombre de una inteligencia y una ambición sin límites, cuya lealtad no era hacia el rey como persona, sino hacia la Corona y, por encima de todo, hacia el Estado. Coincidía con Luis XIII en que eran necesarias reformas urgentes. Sus objetivos eran claros e implacables:
- Racionalizar la administración para crear un estado centralizado y eficiente.
- Destruir el poder político y militar de los hugonotes, a quienes veía como un «estado dentro del estado».
- Someter a la alta nobleza, acabando con sus conspiraciones y ejércitos privados.
- Luchar contra la hegemonía de la Casa de Habsburgo (tanto en España como en Austria) en Europa.
Para ello, eliminó cargos nobiliarios importantes y ordenó la destrucción de cientos de castillos y fortalezas interiores, dejando a los nobles sin defensas contra el rey. Conocido como la «eminencia roja», también se preocupó por la cultura como herramienta de poder, renovando La Sorbona y fundando la Academia Francesa para estandarizar y glorificar la lengua francesa. Fue en estos años cuando se creó el famoso cuerpo de Mosqueteros como guardia real.
Nuevas Rebeliones Hugonotas: El Asedio de La Rochelle
La paz con los hugonotes se rompió cuando Luis XIII y Richelieu decidieron acabar con su autonomía política y militar. Esto provocó tres nuevas rebeliones entre 1621 y 1629, conocidas como las Guerras de Rohan, por su líder militar, Enrique de Rohan.
Las Dos Primeras Rebeliones
La primera rebelión (1620-1622) estalló cuando los hugonotes, reunidos en su bastión de La Rochelle, decidieron crear un estado casi independiente. El rey tomó varias ciudades, pero el asedio a la fuertemente fortificada Montauban fue un fracaso. La paz se firmó con un acuerdo frágil y temporal.
La segunda rebelión (1625) fue principalmente naval, liderada por el hermano de Rohan, quien con la flota hugonota ocupó la costa atlántica. Sin embargo, la flota real, reorganizada por Richelieu, acabó destruyéndola y forzando una nueva rendición.
El Asedio de La Rochelle: «No Podrás Pasar»
La tercera y última rebelión (1627) fue la más grave y decisiva, pues los hugonotes pidieron ayuda a los ingleses, rivales de Francia. El rey Carlos I de Inglaterra envió una gran flota al mando de su favorito, el duque de Buckingham.
Esto llevó al legendario y brutal asedio de La Rochelle, la capital del protestantismo francés. El propio cardenal Richelieu, demostrando sus dotes de estratega, comandó las tropas y ordenó la construcción de una obra de ingeniería monumental: un gigantesco dique de kilómetro y medio para bloquear por completo el acceso al puerto e impedir la ayuda inglesa. Viendo los planos, uno se imagina al cardenal gritándole a Buckingham: «¡No podrás pasar!».
Los rochelianos aguantaron un asedio de 14 meses con una determinación heroica. La hambruna y las enfermedades fueron devastadoras. Cuando la ciudad finalmente se rindió en octubre de 1628, de los 27.000 habitantes que tenía al principio, solo quedaban con vida 5.000. Tras un año más de escaramuzas en el sur, Enrique de Rohan se rindió definitivamente en 1629.
Con la Paz de Alès (conocida como el Edicto de Gracia de Alès), los hugonotes perdieron todos sus derechos territoriales, políticos y militares. Se les quitaron sus plazas fuertes y se desmanteló su organización política, pero Richelieu, en un acto de astucia política, les permitió conservar la libertad religiosa garantizada por el Edicto de Nantes. La amenaza de un «estado dentro del estado» había terminado para siempre.
Conspiraciones en la Corte y Centralización del Poder
Mientras tanto, la corte era un nido de víboras, con continuas intrigas contra el creciente poder de Richelieu y el rey.
La Conspiración de Chalais (1626)
El inquieto hermano del rey, Gastón de Orleans, junto a la reina Ana de Austria (frustrada por no tener hijos) y otros nobles de alto rango, conspiraron para deponer a Luis XIII y asesinar a Richelieu. La trama fue descubierta. La reina fue humillada y apartada, y el principal ejecutor, el conde de Chalais, fue decapitado de forma especialmente chapucera por un verdugo inexperto que, según se cuenta, necesitó 29 hachazos para terminar el trabajo.
La Jornada de los Engañados (1630)
Fue el enfrentamiento definitivo por el poder. Cuando Richelieu propuso aliarse con los príncipes protestantes alemanes contra los católicos Habsburgo, su gran obsesión, María de Médici y el partido devoto de la corte se opusieron frontalmente. Aprovechando una enfermedad del rey, le acorralaron y le obligaron a prometer que depondría al cardenal. Todos en la corte creyeron que la reina madre había ganado y que Richelieu estaba acabado. Pero Luis XIII, en un giro dramático de los acontecimientos, se reunió en secreto con el cardenal en su pabellón de caza de Versalles y le reafirmó su total confianza.
La bronca posterior entre madre e hijo fue tan monumental que Luis exilió a su madre para siempre. Nunca más la volvió a ver. Los demás conspiradores fueron encarcelados o ejecutados. La jornada demostró a todos que el poder en Francia residía únicamente en el tándem formado por el rey y su primer ministro.
El Fortalecimiento del Estado
Sin enemigos internos a la vista, Richelieu aceleró la centralización del poder. Creó el cargo de Intendentes, funcionarios enviados a las provincias con plenos poderes para impartir justicia, recaudar impuestos y supervisar a la nobleza local, convirtiéndose en los ojos y oídos del rey. Para financiar sus ambiciosas políticas, subió drásticamente los impuestos, provocando numerosas revueltas campesinas. Y para controlar la opinión pública, utilizó el primer diario oficial del mundo, La Gazette, como una eficaz herramienta de propaganda.
Francia entra en la Guerra de los 30 Años
Richelieu, alarmado por los continuos éxitos de los Habsburgo en el Sacro Imperio, decidió que era el momento de que Francia pasara de la guerra encubierta (financiando a los enemigos de los Habsburgo) a la intervención directa en la Guerra de los 30 Años. A pesar de ser una monarquía católica, se alió formalmente con los príncipes protestantes alemanes y con Suecia.
La Guerra Franco-Española
En 1635, Francia declaró la guerra abierta a la España de Felipe IV, dando inicio a la Guerra Franco-Española, un conflicto titánico que duraría 24 años.
Inicialmente, los temibles tercios españoles repelieron los ataques franceses e incluso invadieron Francia, llegando casi a las puertas de París en 1636 y sembrando el pánico. Sin embargo, los franceses, con un ejército modernizado y más recursos, se recuperaron. Tomaron el control de Alsacia, cortando el Camino Español, y, aliados con los neerlandeses, infligieron duras derrotas navales a España.
La situación para la monarquía hispánica se volvió crítica en 1640, cuando Portugal se sublevó para recuperar su independencia y en Cataluña estalló la Guerra de los Segadores. Francia, aplicando la máxima de «el enemigo de mi enemigo es mi amigo», se alió con los rebeldes catalanes, llegando a anexionarse gran parte de la región.
La Traición de Cinq-Mars
Incluso en plena guerra, las conspiraciones no cesaban. El marqués de Cinq-Mars, un joven y apuesto favorito del rey, conspiró con los españoles para firmar una paz secreta, acabar la guerra y destituir a Richelieu. La traición fue descubierta gracias a la eficaz red de espionaje del cardenal. Cinq-Mars fue ejecutado, demostrando que nadie, por muy cercano que fuera al rey, estaba a salvo de la Razón de Estado.
Aunque España obtuvo algunas victorias, la balanza se inclinaba inexorablemente a favor de Francia. La Batalla de Rocroi en 1643, ocurrida cinco días después de la muerte de Luis XIII, marcaría simbólicamente el declive de la hegemonía de los tercios españoles y el amanecer de la era del dominio militar francés en Europa.
El Ocaso del Rey: Un Heredero y una Muerte Agónica
En 1638, tras 23 largos años de un matrimonio estéril y desdichado, ocurrió lo que muchos en Francia consideraban un auténtico milagro. La reina Ana de Austria dio a luz a un heredero: Luis Dieudonné (el «don de Dios»), que se convertiría en el monarca más famoso de la historia de Francia, Luis XIV, el Rey Sol. Dos años después nacería su hermano Felipe.
Richelieu, el arquitecto de la Francia moderna, murió en diciembre de 1642. Antes de morir, recomendó al rey a su sucesor, un cardenal italiano de su total confianza, Julio Mazarino.
El 14 de mayo de 1643, apenas cinco meses después que su ministro, el propio rey Luis XIII murió a los 41 años, víctima de una enfermedad intestinal crónica, probablemente la enfermedad de Crohn. Falleció entre cólicos y vómitos, una muerte horrible que ponía fin a un reinado convulso pero absolutamente fundamental en la construcción del estado francés.
Dejaba un reino más centralizado y poderoso, una monarquía con una autoridad incontestada, y un heredero de apenas cinco años. La regencia quedaría en manos de su viuda, Ana de Austria, y del nuevo primer ministro, el Cardenal Mazarino, quienes continuarían la obra de Richelieu y prepararían el terreno para el reinado que culminaría la tendencia absolutista de Francia: el del Rey Sol.